Cuando en el 2006 nuestras minervas anduvieron tonteando en el Congreso con un proyecto de Ley en favor de los Grandes Simios, Gustavo Bueno –aquel filósofo revolucionario que en los amenes de su vida se vio forzado a tascar el freno para escapar ileso de la extravagante deriva de las izquierdas—me contó una divertida anécdota que atribuyó a nuestro admirado Marvin Harris, el antropólogo de la postmodernidad decidido a no pasar por el aro de las novedades irresponsables. Se trataba de la demoledora respuesta que éste dio a un grupo de estudiantes que, durante un homenaje que le tributaba cierta universidad norteamericana, le exigió reconocer la injusticia que para esos “congéneres” de “sapiens” suponía su inferioridad legal respecto de los seres humanos. Harris, que tenía mucha más ciencia que paciencia, cortó por derecho la perorata estudiantil sugiriéndole a los animalistas que, antes de tomar ese partido, visitaran cualquier barrio marginal para comprobar hasta qué punto el “pequeño simio” podría envidiar la suerte de sus parientes del zoo: ¿tenía el simio humanizado asegurado el alimento, el vestido imprescindible, la atención sanitaria o la higiene elemental como la tenían el gorila o el bonobo recluido entre barrotes? Según Bueno, los reclamantes se batieron en retirada no sin antes pontificar sobre la “degeneración” ideológica del gran maestro.
Recuerdo ahora la anécdota a la vista del proyecto populista –incluido en la naciente Ley de Bienestar animal—de volver a aquella vieja intentona para resucitarla en una nueva versión capaz de garantizar a nuestros selváticos trasabuelos el “expreso derecho (¿) a la libertad, a la vida y a ‘cierta’ (tómese el adjetivo en su segunda acepción académica de “indeterminada”) protección moral” semejante a la que (se suele dar por supuesto) goza la progenie de Adán en las sociedades civilizadas.
La legión de indigentes, ésa que Marx llamaba “ejército de reserva”, la pobreza vergonzante que boquea en las listas de espera sanitarias o, en fin, el aluvión de suicidas desesperados que nos aflige, pueden esperar: lo que urge, por lo que se ve, es salvar al redescubierto “gran simio” desde la peregrina conciencia de nuestra cercanía genética. Evidentemente, Darwin dejó su trascendental hallazgo hermenéutico en un limbo relativo cuyas cuentas tratan ahora de cuadrar a decretazo limpio los nuevos populistas. Por mi parte, no he de llevar a mi nieto al zoo, como está mandado. Me parece más urgente alumbrarle bien el credo evolucionista del que el nuevo progresismo parece decidido a excluir a los “pequeños simios” como él y como yo.