Más allá de la proscripción de los toros, que tanto me concierne, y de noticias confirmadas tan desconcertantes como que en los kioskos de las Ramblas barcelonesas se haya prohibido la venta de muñecas flamencas y torillos en miniatura a los turistas, sigue pareciéndome excepcionalmente grave la ofensiva contra la lengua española perpetrada día tras día por el gobierno de la región gracias, sobre todo, al onanismo mental con que el TC ha fecundado el tema en su temeraria sentencia. Un raro viento ideológico está combatiendo con fuerza las viejas torres idiomáticas –“el sonido de la vida” del que hablaba el poeta—que durante siglos han permitido entenderse a las gentes, al margen de sus orígenes y diferencias, según esa ley histórica que rige invisible, hegelianamente, los destinos del hombre sobre el planeta. Creo que ya se oye ese trueno en los países bolivarianos en los que la demagogia se propone aislar oralmente a sus pueblos sacándolos de la vasta cultura común para encerrarlos en el cuchitril de sus tradiciones fósiles, mientras andan forcejeando todavía, lo mismo sobre las ruinas del mundo balcánico que en las inconstitucionales veguerías del resentimiento secesionista, y al otro lado del mundo, el gigante del futuro, esa China emergente que tiene en un puño las finanzas americanas mientras con el otro pretende remachar la dependencia comercial europea, se ha propuesto imponer por las bravas el mandarín como única lengua oficial en un país con más de quinientas etnias y dialectos (otros dicen que dos mil), entre los que, sólo el cantonés, cuenta con cincuenta millones de hablantes. Unos disgregan y otros reúnen sus leguas respectivas como si la gente no tuviera el más genuino derecho a hablar, como decía Valdés en su momento, su “legua de leche”.
Ya pasarán, seguro, estos vendavales, lo que para nada supone que cuando amainen las soberbias, el daño perpetrado no resulte ya irreparable a muchos efectos. Porque lo de menos es lo de las flamencas y los toros –más pronto que tarde funcionarán para la previsible demanda sus redes contrabandistas, ya lo verán—si pensamos en el destrozo que habrá de causar sobre la propia vida esa forzada ruina idiomática. El fracaso del griego alejandrino y del latín imperial no produjo en el mundo antiguo más que escombros que tardarían siglos en permitir una costosísima y siempre precaria recuperación , pero el hombre incorregible repite hoy mismo el disparate desde un utopismo sin sentido. Las lenguas nacen libres y no pueden imponerse, ni en Cantón ni en Cataluña, más que por su libre uso. Lo que sí cabe es herirlas, incluso de muerte, atraillándolas con la arbitraria sintaxis de la ambición política.
Bravo, sí señor!