Sigo hace tiempo los trabajos del filósofo portugués Anselmo Borges a quien entreveo siempre en la imagen detenida de aquel joven filósofo cristiano que, en la parisina Escuela de Altos Estudios, discutía tan cordial como acaloradamente. Suyas son muchas preocupaciones actualísimas, entre las que, en una entrevista reciente, destacaba su nostalgia de la fe en la razón, y lamentaba su correlato, la desconfianza en el progreso. Lo he recordado estos días ante la alarma del “coronavirus” –¡otra vez el espectro alarmista de las “vacas locas” o de la “gripe aviar!–, una nueva amenaza apocalíptica que ojalá acaso no sirva más, como las anteriores, que de oscuro refuerzo de la postmodernidad (¡y del negocio!) por controlar la opinión pública. Vivimos en un sinvivir, inmersos, paradójicamente, en la piscina probática del “transhumanismo”, otra ilusión no poco psicodélica surgida del propio desconcierto.
Nos sobran las esperanzas: el prodigio nanológico, la revolucionaria biotecnología, la aventura espacial, el portento de la biónica… Pero, ay, también las inquietudes: estas crisis sanitarias o alimentarias, la amenaza nuclear, el atolladero demográfico… Borges ve con inquietud desde Coimbra el imparable avance del negocio sobre el ocio junto a la crisis radical de la política, y recuerda la idea de Heidegger de que la técnica no piensa sino que se limita a calcular. Al final resulta que hemos superado la ilusión cosmocéntrica y el teocentrismo medieval para acabar encallados en una visión polarizada en el hombre, sí, pero en un hombre desconfiado, propenso a la irracionalidad, desnortado entre el optimismo y el terror, y poblador de un mundo amenazado que ha perdido, además, su fe primordial. Jamás disfrutó la especie de tantas posibilidades de progreso ni contempló un horizonte tan nublado por la desconfianza en la razón, nunca hubo tanto progreso –piensa Borges— ni, al mismo tiempo, tanta desconfianza en él.
Contemplaremos, pues, desde un humanismo tardío, la difícil singladura a través de un océano global que ya ni siquiera templa sus mareas como lo hizo mientras lo agitó la idea mesiánica de una modernidad basada ingenuamente en la utopía, aunque sea sin perder del todo la esperanza en que la razón recupere su vigencia ni renunciar a la ilusión de que la propia inercia histórica devuelva al mono perplejo la perdida fruición por la vida y la añoranza por la razón extraviada en el paraíso perdido.