Hemos querido abrir las primaverales “Charlas de El Mundo” proponiendo una reflexión sobre el misterio más recóndito que acosa desde siempre la imaginación del hombre, a saber, el origen del Universo y el misterio de la Vida. Cómo surgió la vida que conocemos y nos constituye, qué circunstancias la propiciaron, en qué mecanismos se fundó ese milagro superlativo que nos coloca, de momento, en el centro de la Creación (del Universo, vaya) como protagonistas y, a un tiempo, como dramaturgos de esta tragicomedia breve e intensa que es la Vida. Traernos con nosotros a Juan Pérez Mercader – un sevillano casi un onubense, si es cierta la aserción de Rilke de que “la verdadera patria del hombre es su infancia”– era, en este sentido, la mejor opción, no sólo por esta cercanía sentimental, sino porque en nuestro personaje se juntan una rara estatura científica con una inusual capacidad pedagógica. A quienes nutrimos nuestras juveniles inquietudes científicas en mi generación, nos quedó claro que el envite de entender la Vida era, además de un problema empírico reservado a los científicos, una cuestión de rancio abolengo filosófico, que cualquier bachiller anterior a la demoledora LOGSE podría orientar, mejor o peor, bandeándose entre sus recuerdos de Aristóteles, Descartes o los filósofos naturales del XIX, aquellos ingenuos entre los que, en ocasión memorable, se alzaba la voz de Shelley preguntando con énfasis cual era el misterio de la Vida. Hubo en aquella generación –que es la de Mercader y la mía– un cierto apasionamiento por ese tema oscuro, para aclarar el cual la verdad es que tuvimos a manos no pocas genialidades –las de Bernal, Oparin, Monod, François Jacob, Smith, Watson y Crack, Orgel entre tantas– sin olvidar las tentadoras sugestiones de Fred Hoyle o las impagables divulgaciones de Asimov, hoy seguramente caducadas o en vías de obsolescencia, no lo sé. Ahora bien, el desafío intelectual estaba ahí, el reto que planteaba a la Razón el origen de la vida constituía una piedra miliar sobre la que trataban de levantar su edificio conceptual tanto los buscadores del idealismo como los materialistas que se les oponían en aquel mundo bipolar. ¿Qué era la Vida, cómo surgía, en qué momento y por qué razón la famosa molécula endergónica abría la senda de la existencia orgánica, el milagro de las moléculas replicantes ligado a los enigmas de los enlances fosfáticos ricos en energía y siempre en relación con la solución darwiniana? Como la Ciencia adelanta que es una barbaridad, según decía la zarzuela de nuestros padres, hoy estas perspectivas habrán de parecerle ingenuas tal vez a sabios como Juan Pérez Mercader, especialistas mucho más finos e incomparablemente mejor situados, de cara al misterio, que nuestros viejos maestros. Instalados en nuevas perspectivas que van desde la biología a la astrofísica cuando no las integran, nuestros sabios actuales –desde Hawking a Weinberg– estrechan día a día el cerco a aquel enigma que de sobra sabemos ya que no es más que la sombra de un saber rudimentario hoy, por fortuna, en liquidación.
Como en su día se descubriera en las fosas abisales del océano, junto a los misteriosos surtidores submarinos de sulfuros o metano en sus aguas de altas temperaturas, Mercader ha entrevisto en la mítica orilla de nuestro río Tinto –el Iber de Plinio y los viejos viajeros– una posible solución al enigma de la Vida que, eventualmente, sería aplicable a las circunstancias de Marte para servir de fundamento, en definitiva, a una explicación aplicable, a su vez, al Universo en su conjunto. Este hombre que ha resuelto, por lo que yo sé, cuestiones estrictamente físicas que Einstein dejó planteadas, sin abandonar un talante proteico que le ha permitido anudar los saberes hasta ahora separados o entregar al mercado algún disco con canciones propias, ingeniárselas entre los sabios y ‘manitas’ de la NASA o volcar su esfuerzo en el progreso de la ciencia española, viene hoy a contarnos cómo ve él ese milagro diario que protagonizan en la roñosa orilla del viejo río tarteso esos microorganismos prodigiosos capaces de demostrar lo que hace casi dos siglos intuyó la astucia de Wöhler, moviéndose aún en la perspectiva de la química prebiótica, a saber, que entre la química de lo no viviente y la de los organismos vivos no mediaba un muro infranqueable sino que existía una potencial continuidad. Mercader, nuestro sevillano-onubense pródigo, va a descubrirnos hoy ese arcano en esta tierra suya en la que tal vez imaginó sus quimeras primerizas, porque es evidente que en aquel niño tan nuestro se agazapaba ya el sabio futuro. Goethe fiaba mucho en la intuición temprana. Me gusta imaginar, en estos albores del Milenio, cómo bulliría entonces la imaginación de aquel niño que acabaría siendo el sabio que es hoy. He dicho más de una vez que quizá no haya verso comparable en toda la modernidad al lírico postulado de Einstein declarando que “el universo es infinito, curvo e ilimitado”. Ciencia y Poesía están más cerca de lo que puedan hacernos creer las limitaciones de nuestro conocimiento. En perspectivas como la de Mercader, yo diría que forman un intrincado instrumento conjunto bien que sólo al alcance de los contados sabios capaces de percibir esa cercanía como una realidad.
¡Cómo siento no poder asistir a esas charlas! ¿Se publican? ¿Alguien podría tener la gentileza de resumírmela o de mandármela, si se publicara? El anuncio de don Jose Antonio nos pone la boca agua.
Firmo al 102% la petición de nuestra entrañable, lejana y tan próxima doña Marta. Seguro que algún bloguero es capaz, sabe y quiere colgar en este hospitalario casino un extracto de la que no dudo en adivinar sabia y amenísima charla -¿habrá mayor dignidad que denominar así a lo que estoy segura ha sido una magistral pieza?- de esta persona a quienes con todo el respeto del mundo algunos llamamos Juanito.(Ya saben, la proximidad en la edad, en el terruño, en la añoranza de los inigualables paisajes que el Tinto ha ido dibujando con una gama infinita de rojos y ocres entre la sierra y la Rábida).