Cualquiera de ustedes, como yo mismo, habrá visto en más de una ocasión la escena: un paisano abducido por la tv, contemplando la escena íntima e inmóvil de una pareja revelada por el ojo de un ‘gran hermano’, y en espera de quién sabe qué eventuales escenas tentadoras. Hasta en los excusados ha penetrado a veces esa inquisición, no sé si en busca de alguna conducta reveladora o por la simple presunción de la coprofilia de la audiencia. La indecible experiencia del espionaje consentido que campea en nuestros medios revela que el “voyeurismo” es algo más que una fantasía o una aberración minoritaria, para presentárnoslo como una suerte de instinto que afecta a vastos sectores de la Humanidad. En la tele vimos en su día la odisea domiciliaria de una pareja de la España profunda que vivía de vender libremente su intimidad no por lo que ésta pudiera tener de interesante –que no tenía nada, por lo visto—sino por el mero hecho de que el acceso a ese ámbito de suyo inaccesible, impregnaba de morbosidad la vida doméstica. Y ahora es una pareja del “hinterland” londinense la que ha logrado un millón de babiecas parados ante la pantalla y pendiente de las revelaciones intrascendentes que cada noche le graba su santa esposa a un ejecutivo abrumado por su tarea que, al parecer, se desfoga liberando el inconsciente durante el sueño. Un millón de panolis, ya ven, diez mil seguidores en Twiter y doce mil colgados en Facebook atentos a las pamplinas de un hombre dormido, prueban esa triste tesis de que quien más quien menos lleva un mirón encajado en la duramadre. Un día miraremos atrás para lamentar de qué ridícula manera el instinto superpuesto a la razón hizo que despilfarráramos en acechos alcahuetes las inmensas posibilidades que el progreso tecnológico ha hecho posible.
La leyenda lupanaria contaba que, en las alcobas del lenocinio, los espejos lucientes que adornaban las paredes no eran sino mirillas disimuladas de otros clientes más tentados por el sexo visual que por la práctica del mismo, que pagaban fortunas por sorprender los secretos de la naturaleza hasta en su último rincón. Hoy la tele o la Red han creado un burdel universal que ofrece en directo al ‘consumidor’ el placer dañado de la curiosidad, como si el simple hecho de desvelar la privacidad confiriera interés incluso al espectáculo más trivial. A un hombre dormido, por ejemplo, aunque esa imagen no constituya ninguna novedad para los seguidores de esos bodrios nuestros que muestran a unos adolescentes en clausura retozando a sus anchas. Está visto que, lejos de de liberarnos, la técnica nos enchirona sin resistencia en el calabozo del instinto.
¿Se puede? Parece que estamos en el quevediano «‘¡Ah de la vida! Nadie me responde». Y eso que el tema es «curioso», permítanme la redundancia. La soeidad de la comunicación no ha producido la «transparencia» sino el «exhibicionismo» y su contracara, el voyeurismo Interesante la idea (desagradable idea) de que la mayoría lleva su mirón dentro. No hay más que abrir los ojos para convencerse de ello.
(Un servidor siempre con sus berzas).
En los pueblos, en los barrios ensolerados, la tradición del chafardeo era el summum del ‘entertainement’ o como le digan a eso de ‘matar el tiempo’. Los que hemos conocido tiempo sin tv y casi sin radio, conocemos cómo se pasaban las comadres -y los compadres, perdón por la repetición, que considero necesaria- arrancando las tiras de pellejo del prójimo más próximo y pido perdón por la redun, como mi don Pangly.
Ahora se ha perdido casi, la práctica de la conversa. Nuestros menores de xx años no saben, ni quieren, ni pueden formar una oración con dos o tres subordinadas y más de veinte palabras. No hablemos de ablativos absolutos ni perifrásticas.
Para mí que ahí está el quid de la cuestión. Los corrillos de señoras en los mercados de abastos y las sentadas de tertulia en los sillones de casinos y tabernas se ha sustituido por el ensimismamiento mudo ante el electrodoméstico. La mierda que se mastica es prácticamente la misma. Nihil novum.
Somos mirones de acuerdo, pero a veces, cuando tendríamos que mirar y hacer algo, miramos para el otro lado…
Triste mundo este.
Besos a todos.
somos curiosos por naturaleza