Un equipo de científicos de Oxford ha puesto a punto una nueva técnica de secuenciación del genoma humano que permite escoger en cada caso, entre los embriones fecundados, aquel que ofrezca las mayores garantías. Se sale al paso con ello al fracaso frecuente de las fecundación «in vitro», debido en la mayoría de los casos a anomalías cromosomáticas pero, de paso, se abre el camino al hijo liberado de las más importantes entre esas anomalías, dado que ahora será posible, al parecer, realizar una investigación embrionaria «acelerada», con todas las garantías, en el breve plazo de veinticuatro horas, y con ello, afrontar la posibilidad de engendrar a ese hijo perfecto. Ya hay por ahí un niño teóricamente liberado de la mala herencia genética y no es dudoso de que, en breve plazo, serán no pocos los matrimonios que recurran a este expediente por el módico precio de cuarto mil euros, seguros de que su hijo vendrá a la vida liberado de antemano en el laboratorio de las anomalías más conocidas, como pueden ser la temida trisomía 21 o el síndrome de Turner. Ahí está ya, al menos en teoría, el hijo «a la carta» cuyo sexo o color de ojos se podrá elegir, según parece, tanto como eliminar de su genoma el gen productor mal de Alzheimer, pongamos por caso. Y ello es posible –explican los sabios– porque hoy puede obtenerse sin problemas una cantidad fabulosa de información sobre los embriones antes de proceder a implantarlos en el útero materno ya depurados de defectos congénitos. El viejo sueño íntimo de la eugenesia o el proyecto canalla de «selección» perpetrado por los nazis puede que se haga realidad antes de lo que esperaban hasta los más optimistas y ahí está ese bebé inglés para probarnos –corto me lo fiáis– que el hombre habría alcanzado, a través de la ciencia, su ambicionada condición de demiurgo. Ya veremos por dónde nos sale el experimento.
Sin demora se ha abierto un fuerte debate sobre el caso de ese hijo presuntamente perfecto en el que las clásicas objeciones de la bioética resuenan gravemente como en el viejo cántaro de la ortodoxia. Pero resulta evidente que, de confirmarse el hallazgo, no habrá objeción moral suficiente para detener un progreso científico cuyos beneficios resultan aplastantes. Estamos asistiendo descuidados a un cambio radical del concepto de reproducción en el que aquel demiurgo parece instalado cómodamente a la sombra del Árbol de la Ciencia.
Hemos pasado del viejo concepto de «consejo genético» –hace años que se conocen enfermedades, recordemos la conocidísima enfermedad de Duchenne, ligada al cromosoma X– a la bioingeniería o biotecnología embrionaria.
Estoy seguro de que el Anfitrión ha leído el trabajo de Enrique Iáñez, del
Instituto de Biotecnología, Universidad de Granada.
Sin duda el problema es mucho más ético que, o simplemente ético. Dependerá pues al final de lo que establezcan los gurús elegidos para establecer límites. Gurús que serán respetados por unos y ninguneados por otros.
Pero quién nos asegura que ese niño perfecto no va a padecer un grave traumatismo infantil con consecuencias invalidantes de por vida.
No conozco a ninguna madre que no rece porque su hijo no salga «mal», aunque no sea creyente. Y no conozco a muchas que por muy creyentes que sean rehusen abortar si el niño es anormal.
Desde luego me parece razonable asegurarse que tu hijo no va a tener una anomalía cromosómica. Por él y por nosotros todos. Aun así hay decenas de miles de cosas que pueden salir mal y hacer de la vida de un ser humano un infierno.
Besos a todos.