Cuando don Pío Baroja ingresó en la RAE hubo alguna polémica en torno a la posibilidad de que el recipiendario rehusara vestir el frac de reglamento en la vieja institución. Ni qué decir tiene que él hizo poco caso a las hablillas pero en su memorial “Desde la última vuelta del camino” justifica su indiferencia recordando que, en definitiva, esa indumentaria la llevan a diario, lo mismo que las eminencias, “cientos y miles de camareros en pueblos como París o Londres”. Con la entrada de Alfonso Guerra en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras no ha faltado, como era de esperar, la misma expectativa aunque, ciertamente, la polemiquilla haya sido breve y mantenida en régimen de riguroso bisbiseo. ¿Aceptaría el mismo personaje que en su día apeló a los “descamisados” enfundarse públicamente en la clásica prenda de las élites o tal vez rechazaría la distinción concedida solo por atenerse al fuero implacable de la radicalidad indumentaria?
Por mi parte no me detuve ni a considerar la cuestión, como no se detuvieron sus muchos “compañeros” de partido presentes en el acto de su recepción cuando Guerra apareció con el atuendo requerido, por completo ajeno a las miradas, dispuesto a leer su trabajado discurso sobre las soledades de Antonio Machado. Lo que quedó claro, en todo caso, fue que, tantos años después del turno de Baroja, la susceptibilidad maliciosa se mantiene viva y alerta dispuesta a erizar en lo posible nuestra porfiada convivencia. El rivalismo hispano funciona más que nada activado por estas sinrazones minúsculas.
No es preciso coincidir plenamente con Guerra –yo mismo, modestamente, he discrepado con él en público durante años—para reconocer en el nuevo académico la sólida traza de vocacional de la política capaz de dar de sí nada menos que el mayor partido surgido en la Transición, a la que contribuyó, además, con un exclusivo aporte, al ser –junto al desaparecido Abril Martorell– el corrector decisivo de las “pruebas” del proyecto constitucional, cuyos textos refinaban, día tras día y a dos manos, en el reservado de un bar contiguo al Congreso.
Como en su día don Pío, el mismo Guerra que ha contado sin ambages en más de una ocasión sus modestos orígenes, se ha puesto el frac que, entre otros, rechazó, sin mejores argumentos, mi aristocrático amigo comunista Nicolás Sartorius. Creo que sobre cualquier otra cualidad de este político, que con sus aciertos y yerros ha contribuido como pocos a esta política que hoy gozamos tanto como padecemos, la que destaca es el original pragmatismo que le ha permitido salir ileso de la actual debacle. Venirle a Guerra con la monserga del frac, justo cuando nuestra vida pública sufre el mayor desconcierto y los radicales sincorbatistas confunden la revolución con la deconstrucción indumentaria, no merece siquiera el reproche. En la recepción de Guerra, si algo saltó a la vista, fue la normalización de una vida académica por fin desentendida de añejas dependencias y prejuicios banales.