Parece que ni el calentamiento global, ni los pesticidas ni un presunto hongo que colonizaría su intestino son la causa de la progresiva desaparición de las abejas. He dicho “desaparición” porque esta misteriosa plaga que, desde hace un lustro, azota los campos yanquis, no sólo provoca la muerte de esos insectos –que exaltaba el Eclesiastés y Plinio consideraba los únicos creados en beneficio del hombre– sino que los hace desaparecer misteriosamente tras abandonar a la reina y a los zánganos en sus desoladas colmenas. El misterio parece, al fin descubierto, por unos investigadores de la universidad de San Francisco, quienes afirman que de lo que se trata es del efecto perturbador que causan sobre ellas las larvas de cierta mosca hasta desconcertarlas por completo y convertirlas en auténticos zombis, pero la autoridad no deja de tentarse la ropa, tal vez recordando esa profecía que se atribuye –como tantas otras—a Albert Einstein y que asegura que, de extinguirse las abejas sobre el planeta, a la Humanidad le quedarían apenas cinco años de vida. Sobre las abejas hay toda una montaña de literatura que lo mismo afecta a santos como Ambrosio de Milán, aquel piquito de oro, que a Aristómaco Solense o a Philisco Tasio que, según sus respectivas leyendas, se echaron al monte de por vida con tal de observarlas de cerca antes de escribir sobre ellas. Si las abejas desaparecieran, en efecto, los campos se agostarían sin remedio, privadas las plantas de su imprescindible polinización, y ya pueden imaginar el resto, lo que quiere decir que, incluso si sobrevivimos al maleficio maya que anuncia para este año el fin del mundo, aún nos queda en la recámara ese cartucho para mantener vivo el eterno milenarismo. Muy mala conciencia debe de tener el mono desnudo cuando cada dos por tres se las avía para predecir su propia extinción por más que, hasta ahora al menos, no haya logrado otra cosa que dar la razón al antiguo adagio que asegura que bicho malo nunca muere.
Pasó el quicio del milenio y no hubo nada, pasó la cita con el “número de la Bestia”, el inocente 666, y no se movió una hoja, del mismo modo que pasó sin mayores quebrantos aquel lejano año 60 en el que la pastorcita de Fátima había vaticinado el apocalipsis y pasará ahora el negro augurio del calendario maya. Más le temo yo a esa demencia de las abejas desertoras que trae en un sinvivir a los apicultores mientras la celebran los carcas del “Tea Party” que leen el Libro de la Naturaleza con su propio alfabeto y descubren en cada desdicha que nos aflige la mano izquierda de Dios sin dejar de agarrar la culata con la derecha propia.
Las pobres abejas , desde luego lo que les cae encima!
Es de ver lo que pasó en China cuando a Mao se le ocurrió mandar matar a las moscas y demás insectos….
es éste un problema grave del que supongo muy pocos se preocupan. Si se piensa que durante siglo la miel era la única fuente para endulzar la comida……
Qué cambio ¿no?
Besos a todos.
Ex.
Pepe Griyo
No es ninguna broma la desaparición de las abejas. Por cada euro que gana el apicultor le reporta más de cien al agricultor y al ganadero por el efecto de la polinización.
No estoy al día de la desaparición comentada en el artículo, pero al día de hoy, el avispón japonés está arruinando miles de colmenas en Europa, cuyas colonias no tienen defensas contra ese tenaz depredador.
La desaparición de la apis melifera, no les quepa duda, será una catástrofe alimentaria para la humanidad.
El problema es que ya llevamos demasiadas alarmas infundadas, reuucrenden lo que ocurrió con el negocio de la gripe aviar. A mí lo que me gusta es leer la columna, como siempre culta y brillante, y entretenida que es lo que hace falta.
Es un mundo maravilloso del que ya otra veces nos ha hablado don ja, y la noticia de esta plaga es aterradora como dice don Griyo. Ignoro si la frrase cenizo atribuida a Eisntein en la columna es real o apócrifa, pero la suscribo sin dudarlo.