Ante la figura de Andreotti –“noventa y cuatro años inescrutables”, titula un comentarista italiano de su muerte—reconozco que mi visión de quien fuera siete veces primer ministro, otras 27 ministro de diversos ramos y, finalmente, senador vitalicio, es inseparable del prisma que muchos de sus lectores tomamos prestado de Leonardo Sciascia. Desde luego más de un italiano preferiría hoy contar con su batuta antes que andar en manos de la actual patulea política, pero eso ocurre también con Mussolini cuyos nostálgicos son legión, acaso por esa deformación subjetivista de que cualquiera tiempo pasado fue mejor. Nunca conoceremos los secretos que aquel príncipe negro se lleva a la tumba y entre los que a mí me intriga uno principalísimo para comprender muchas cosas de la postguerra mundial en Italia y fuera de Italia: cuál fue el papel que la Democracia Cristiana, en colaboración con la Mafia y con las bendiciones del Vaticano, jugó como parapeto frente a un Partido Comunista (PCI) que durante decenios bien pudo ser la alternativa en Italia. Ese mundo de relaciones que Guareschi dividía entre “don Camilo” y “Pepone” no se explica sin la determinación norteamericana de aliarse hasta con el diablo para impedir un gobierno sovietizante, pero tampoco sin la infinita capacidad de maniobra de personajes como ese Andreotti al que sorprendieran dándole al capo Totó Riina el beso ritual en la mejilla sobre el que la fiscalía de Palermo montó en vano su célebre juicio. Andreotti, que había tenido sus intensas veleidades fascistas y esa clamorosa conexión con la “Cosa Nostra”, y que pasa por haber dirigido el asesinato del periodista Mimo Pecorelli, ha sido el muñidor habilidoso de los más extravagantes equilibrios que en aquella postguerra no impedían pactar con el neofascismo de Giorgo Almirante con tal de impedir el paso incluso a un eurocomunista tan antisoviético como Enrico Berlinguer.
Todo ese mundo, en efecto inescrutable, en el que naufragaron almas grandes como la de Aldo Moro, se entiende mejor como relato imaginado que como simple realidad –por algo decía Sciascia que la literatura es “la più assoluta forma che la verità possa assumire”–, un relato que ya no contará con la sutileza extrema de ese hombre contrahecho y temible que dominó la política italiana, a las claras o bajo cuerda, durante demasiado tiempo. Yo creo que no se entiende el baile actual sin esos antecedentes que han logrado hacer de la política una novela y de ésta una farsa.
Vaya pájaro el de hoy. Mafioso, presunto criminal, grosero (hacia la higa en público a sus adversarios), componedor/remendador, tramposo, indecente, hijo amadísimo de varios Papas… Una gran figura de esta pequeña política.
No se pueden medir los políticos con la vara del ciudadano corriente. Incluso aquí los hemos tenidos consentidores de crímenes de Estado, verdugos de segundo plano, y por ahí siguen adoctrinando al personal y celebrado por muchos. Pero me parece el bibianismo que utilizaba Zapatero como si la cosa pública fuera suya y, además, la pudiera gestionar cualquiera. Al menos Androetti era un mago, y no estoy de acuerdo con su tesis de que pudo haber sido un instrumento de los yanquis, al menos no más que otros.
Se ido un gran político, un gran canalla, alguien sin el menor escrúpulo y con un máximo sentimiento de «buena conciencia». Lo dicho, un hombre terrible. La democracia cristiana, los papas, han tenido mucha culpa con su indulgencia, su oportunismo o su complicidad. Nunca sabremos qué papel jugó en la muerte de Aldo Moro, Por ejemplo. En cambio lo del beso ritual a Riina el capo mafioso lo hemos visto todos en fotografía. Descanse en paz. ¿No quedamos alguna vez, don ja, en que no hay infierno…?
Andreotti era lo que parecía… Un gran político, sobre todo en Italia, ha de ser retorcido y estar dispuesto a todo. ¿En Italia digo? Acuérdense del GAL…