Se ha dicho alguna vez, con evidente gratuidad, que hay no pocos animales fetichistas aparte del hombre. Se suele citar el ejemplo de la urraca ladrona junto a otros varios pero, con toda evidencia también, poco tiene que ver la razón de esas conductas con la construcción mental del ser humano que añade al objeto simple intensos significados. No comparto en su tenor literal ni la teoría de Freud sobre la dimensión sexual de esa manía (lanzada al final de los “felices años 20”, la cosa tuvo quizá un pase) ni la vieja propuesta ilustrada del canciller Des Brosses que combatió con tan buenas razones Herbert Spencer antes de que la antropología propiamente dicha se apropiara del tema. El más brillante de todos esos funambulismo fue el que Marx bautizó como “fetichismo de la mercancía”, en buena mediad suscribible aún hoy día, aunque, la verdad sea dicha, nada ilustra mejor esa pulsión que el culto de las reliquias, tan divulgado en lo antiguo que llegó a producir un enorme negocio. Lo que sí es cierto es que, con frecuencia, la actitud ante el fetiche aparece impregnada de sentido religioso, como ya notara el canciller citado, y está harta de repetir la etnografía. ¿Por qué buscan y conservan los hombres objetos que pertenecieron a otros y, sobre todo, por qué causa los veneran como inspirados por los principios de la “magia de contacto”? No creo que nadie lo sepa, pero ahí tienen las frecuentes subastas de famosos convertidas en un fabuloso negocio del que no escapan ya ni los enseres íntimos de Gandhi (sus gafas, su escudilla, su reloj y el cuenco de sus colaciones) adjudicados esta semana en Nueva York por una cifra millonaria.
Me fascina esa capacidad de cautivar el sentido que tienen los objetos y su enigmática carga de sugestión, en absoluto reservada a los espíritus primitivos sino tanta veces asumida por los muy elevados. Astillas del “lignum crucis” o mechones de Napoleón, cualquier cosa vale, en principio, para despertar un deseo de posesión comparable a cualquier otro dentro del ámbito misterioso de la economía libidinal. En la India, como era de esperar, el mero anuncio de la subasta ha provocado un apasionado debate e iniciativas recuperadoras de las que no ha escapado ni el propio Gobierno, algo que, a mi modo de ver, no encaja ni con cola en la actitud o el pensamiento gandhiano o, cuando menos, en la caricatura que de él hemos conservado. Sin nada que ver, naturalmente, con la monserga de la nostalgia del falo y otras extravagancias difundidas por la cultura psicoanalítica en sus formulaciones más radicales, el fetichismo participa del magma supersticioso y su proyección mágica, lo mismo cuando se lo muestra en la cátedra que cuando se vende desde el ambón del subastero.
Se suele dejar de lado, a la hora de contemplar la conducta del individuo en sociedad, lo que hoy se llama inteligencia emocional. Si la racional tiende a verlo todo desde el prisma igualitario y cuantativo, la emocional lleva la dirección contraria: los seres son todos desiguales en calidad, o sea en sacralidad. Una sacralidad que no es sino el sentimiento (no el razonamiento) de las personas y las cosas. Si nos tendemos a sentar en el mismo sitio para comer o ver la televisión ello es debido a la sacralidad que le atribuimos, sin pensarlo por supuesto (pues no hay racionalidad en la conducta), a ese lugar. O a una persona y a lo que a ella se refiere. Unas tienen, desde esa perspectiva, más mana, más inmunu, más sacralidad, más gracia que otras. De ahí su atractivo: estar en contacto con ellas te transfiere algo de ese ser considerado superior. Creo que es lo que explica -desde la perspectiva de una actuación irracional- la existencia de los fetiches.
El cerebro humano contempla las dos formas de inteligencia. No se trata de aberraciones en el caso de una respecto a la otra, como lo muestra F.J. Rubia en ese libro recomendado no hace mucho por ja: ‘La conexión divina. La experiencia mística y la neurobiología’ (Barcelona, Crítica, 2004, 2ª ed.).
Saludos cordiales
«…el culto de las reliquias, tan divulgado en lo antiguo que llegó a producir un enorme negocio». ¿Fue primero el huevo o la gallina? ¿Se divulgó tantísimo dicho culto porque hubo quien se hizo de oro ‘aportando’ ligna crucis como para suponer que el madero del Galileo fuera tan enorme como una sequoia milenaria o viceversa?
(Primero pongo el cogote para la colleja y luego pregunto: ‘Jefe ¿no ha repetido usted un objeto, cuenco/escudilla y se ha dejado por detrás un simple plato pando?. He estado un buen rato mirando/ampliando los objetos y hay una sola escudilla o cuenco).
Yo ultimamente estoy algo provocativa y afirmo que menos mal que no somos todo pura » inteligencia racional»: gracias a Dios, la inteligencia emocional existe y puede corregir los excesos de la razón.
Un beso a todos.
No me extraña que fascine tanto este sinsentido de lo “sentido” porque si hay algo claro de este asunto es que somos más irracionales de lo que nos gusta reconocer. El problema como diría algún lumbreras de lo conductual es que en también somos previsiblemente irracionales, de ahí que las astillas de “lignum crucis” no den sólo para una secuoia sino para un vastisisísimo bosque para deleite de las minorías de siempre desde que el mundo es mundo.
Por tierras del Mahatma más de un sabio diría que para alcanzar el verdadero conocimiento hay que suicidar el intelecto. Viendo el panorama actual me pregunto si por estos lares no lo hemos conseguido con creces.
El ejemplar del primer número de Superman, de 1938, se vende por 317.000 dólares , y en Africa se mueren de hambre, hasta donde llega el fetichismo. un saludo Don Jose Antonio