Son difíciles de creer las cifras de audiencia registradas en España con motivo de la Olimpiada, pero habrá que creérselas. Una audiencia es uno de los efectos más maleables en materia de comunicación, y sobran ejemplos de las surgidas espontáneamente tanto como de las estrelladas de manera súbita. En la atención pública domina, sobre todo, el factor competitivo, esa inclinación del “homo pugnans” al que nada subyuga tanto como el desafío y nada satisface más que la victoria, siquiera sea vicaria, obtenida por otro con el que nada tenemos en común pero con el que uno se identifica. Gente que no han visto en su vida una cancha de baskett, ciudadanos que ignoran lo que es un “off side”, personal entusiasta que desconoce las reglas básicas del judo o del voley, se aplasta frente al televisor, reconvertido súbitamente y por puro impulso personal en tiffosis apasionados, sin duda retenidos por el tirón irresistible de la parcialidad. A mí no me entusiasman estos Juegos, les digo mi verdad, tan lejanos ya de los griegos originales, tan secularizados (y politizados, cuando el caso que llega, que llega con frecuencia), exigentes hasta la brutalidad, implacables en sus exigencias al ser humano, y desde luego, no entiendo para nada el interés súbito pero cuatrienal que despiertan en masas ajenas al deporte, a todo deporte, que si se suman al evento es empujadas por esa proyección sublimatoria que busca satisfacción identificándose con el ganador y no por otra cosa. El otro día vi por la tele a un ingenuo que lucía sobre su camiseta la más elocuente inscripción: “Nadal soy yo”. Quería decir, claro está, lo contrario, esto es, “Yo soy Nadal”, al menos en la inalcanzable ionosfera del hondón subconsciente. No me gusta la sublimación, ese sentimiento tan diferente del ‘ejemplo’.
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Y luego está la realidad, esa realidad que nos permite ver horrorizados a una nadadora rítmica desfallecida en el fondo de la piscina, a una china jibarizada luciendo su hercúlea astenia en las barras paralelas, a esos fondistas rompiendo con el pecho la cinta antes de caer exhaustos y al borde de la asfixia, todo ese mundo de ilusionada pero monstruosa autoexigencia del que viven opíparamente no sólo unos fantasmas corrompidos en muchas ocasiones, sino todo un montaje, hoy incalculable, de intereses económicos que incluye, como es sabido de sobra, incluso la explotación industrial de niños del mundo más pobre. Patriotismo de charanga, humanismo sin principios, que permite a una dictadura brutal lucir su cara amable, sin duda por el volumen colosal que ha adquirido el comercio globalizado, y que debe controlar policialmente a sus atletas en evitación de dopajes mucho más sofisticados , ciertamente, que los que usaban los griegos cantados en los epinicios de Píndaro. A mí no me gustan esos Juegos, lamento decirlo con tanta rotundidad y a contracorriente, no me gusta el capote echado a la China culpable de tantas cosas, ni enterarme de que las bellecitas del parquet o los atletones machos se construyen literalmente a base de hormonas y oligoelementos, incluso a base de sangre ajena trasfundida de matute. Como no me gusta el espectáculo de la abducción masiva de la audiencia, la disciplina panurga del rebaño pendiente del televisor desde el que le llega la inyección subliminal de las propagandas o los estímulos fuertes que hacen del patriotismo una asignatura párvula, primaria y oportunista O como rechazo la hinchazón vanidosa provocada por el triunfo ajeno, el sueño colectivo de la victoria maniquea, el paroxismo pugnaz desatado por una carrera desenfrenada o por una jabalina trepidante. Hacen con nosotros lo que quieren. Contemplar a la grey arremolinada bajo la antena colectiva para ver lo que no entiende siquiera, francamente, me produce un lacerante sentimiento de indefensión.
Suscribo de la cruz a la rúbrica.
Sigo el consejo de mi adorada doña Sicard: por un par de motivos llevo sin encender la tele más de diez días. Me informo por internet, solo de lo que me interesa. No los jueguitos esos, no.
(Le ruego mi don Rafa que no dispare sin apuntar. Soy incontinente, qué le va a decir usted a mi ginecóloga y a mí. ¿Pero osada? ¿Verborreica? Pozí. También disfruto de ambas virtudes. Pero lo del fallo en el indicador del combustible del jueves en el vuelo Madrid-Coruña, lo tomé literalmente del buque insignia de una potente multimedia mediática. Con esa culpa no cargo. Le envío, si lo admite, un beso).
(Fr d cntxt:) Juas, juas, la Leti ha cambiado de perfil. No respiraba del todo bien. Ángel mío. Tal vez ya sabe soplar y chupar al mismo tiempo. No me malinterpreten, por fa.
Besos a todos.
14:56
No es más que el viejo instinto de la horda de antropoides de donde procedemos.
No es más que el seguidismo que nuestra especie, y otras muchas, profesa al triunfador.
Y ¿Qué me disparate de las dos ceremonias?
Ana Conda, sea quien sea, es una zafia deslenguada.
Casi de vuelta, con un pie en el estribo, leo la columna y me alegro de que alguien levante la vioz discrepante y le grite las verdades al rebaño.
Pozí, señor docente. Soy zafia y deslenguada. También soy viejorra y descarada (lo da la edad). Y otros muchos defectos que por modestia no detallo.
Que santa Lucía le conserve la vista.
Y que san Blas proteja su garganta, teniendo que docere.
Que san Pancracio le mantenga en su trabajo muchos años. (Mejor hasta los setenta).
Que santa Rita de Casia le otorgue la virtud de la paciencia.
Que los santos Arcángeles y san Cristobalón velen por sus viajes.
Y que el Dios en que usted crea, le bendiga. Y si no cree en Dios, los hados o el Azar le sean siempre propicios.
Amén. Le envío un beso por si lo acepta.
Ah, y que San Ildefonso, el esposo santo de doña Rogelia, le conceda un ápice de humor. (Por cierto, ¿docente o docenta?)