Cuando venía a Madrid o nosotros íbamos a verlo a París, en su refugio en las afueras de Fontainebleau, a Artur London no le disgustaba, yo diría que incluso le enorgullecía, que le llamáramos “Gerard”, su apodo en la Resistencia contra los nazis que le costó su cautiverio en Mathausen. London era un tipo alto, elegante, con unos bonancibles ojos azules al que a los colectivistas radicales de mi generación nos costaba trabajo entrever en la traza de traidor que divulgó la propaganda sovietizante. La película de Costa Gavras que guionó Semprún –nuestro introductor en su círculo parisino— dejó claro, pasados ya los años 60, lo justificadas que estuvieron las dudas que resquebrajaban la conciencia generacional de un amplio sector razonable de la izquierda. London, viceministro de Exteriores en la Checoeslovaquia del momento, había sido ni más ni menos que un mártir de aquel régimen atroz inaugurado en los Procesos de Moscú y repetido en el de Praga de 1952, bajo el cual su libertad de espíritu crítico mereció la tortura y la calumnia hasta el punto –a él le asomaban las lágrimas cuando surgía el tema— de ser abandonado por su mujer, Lise, engañada por una falsa “confesión” obtenida por los verdugos en circunstancias inhumanas. Él lo contó en “L’ aveu”, (“La confesión”), uno de los testimonios más demoledores de aquella propaganda que nos costó no poco desechar.
Lo recuerdo en Madrid, en casa de Arnoldo Liberman o en la de Félix Grande, reverdeciendo su vieja memoria de “brigadista”, entero y cabal como pocos hombres que uno haya conocido, frágil y hasta tierno también como pocos, junto a aquella furia ya reconciliada que era Lise –también encarcelada en su día en la La Santé parisina –, curioso ante el proceso español –eran los años de la transición y los albores de la democracia–, cercano y abierto, comprensivo y, lo que más nos impresionaba a muchos, tan firme en su postura como ajeno por completo al rencor. ¿Podía ser un “traidor” a sus ideas aquel hombre desengañado por la experiencia que nos abría su memoria y su casa, y que se mantenía tan firme en su fe?
“Todo va salir bien –nos decía–, lo importante es que nadie os engañe”. Lo veo despidiéndonos en Fontainebleau, todavía con las rosas que le habíamos llevado a él y a Lise. Era nuestra manera de pedirle perdón por tantas dudas injustas con las que lo veníamos injuriando –¡de buena fe!—los alevines de una generación perdida.
Gracias.
Un veterano