No encuentro mejor exponente de la trasversalidad de la corrupción en esta difícil hora española que el escándalo futbolero. No disponemos aquí, como en Francia, de estudiosos del fútbol como Patrik Mignon, que ven en la pasión balompédica claves decisivas para entender la sociedad, pero sobra con un par de dedos de frente para entrever en el actual escandalazo del mamoneo entre el Barça y los árbitros razones ilustrativas de nuestro desastre ético y político, cuyo pastel culmina, por ahora, esa inconcebible guinda que es el llamado “caso Negreira”.
¿Y por qué no iba a corromperse ese tinglado pasional por su costado tramposo? ¿Puede extrañarnos ese enredo en un país que acaba de ver cómo, ¡por segunda vez!, ese arquetipo de la rigidez que siempre fue la Guardia Civil ha de asistir a la defenestración de sus directores mientras un general del Cuerpo es acusado y otro permanece en una celda para no ser merecer que otros jefes y oficiales condenados? Pues no, desde luego, y menos si repasamos la galería infame publicada por el chantajista que “mediaba” en la red organizada por el diputado Tito Berni, hasta antier operativa en pleno Congreso de los Diputados.
Que la corrupción se ha “normalizado” hasta merecer ese epíteto de moda que es la “transversalidad” lo supimos a ciencia cierta desde el momento en que el Gobierno decidió asaltar el Código Penal despenalizando por las bravas el delito de malversación que pesaba ya sobre demasiados altos cargos propios o asociados. ¿Por qué extrañarnos de que en el emporio del fútbol se corrompan los líderes si estos ven pudrirse a ojos vista a los guardianes de la Ley? ¿Habrá que darle la razón a Sainte-Beuve cuando sostenía que, más allá de la moral exigente, “una cierta corrupción agradable” no estaría ni mucho menos de más?
A mí personalmente lo acontecido en la Guardia Civil en la estela del prófugo Roldán me parece lo peor, aunque, por descontado, doy por buena la sentencia antigua “de gustibus non est disputandum”. Claro que, desde otra perspectiva, el caso del fútbol amañado –una pasión al cabo– ha de resultar para muchos un quebranto más íntimo y lesivo que el desmoralizador ejemplo de la ratería municipal o el pelotazo en las altas esferas, porque la adhesión sentimental que la masa presta al “deporte rey” es incuestionablemente más intensa que la que dispensa a la propia política. En España rula hace siglos el refrán “se puede robar un monte pero no se puede robar un pan”. Hoy, con el Código reformado en la mano, me temo que lo mismo dan ya tres que trescientas.