Los médicos contemporáneos de las “pestes” históricas sostuvieron con frecuencia que las olas sucesivas se debían a la relajación de la ciudad alegre y confiada. Los que hoy vigilan la peste china parece que coinciden con ellos al denunciar que el penúltimo repunte que estamos viviendo no es sino la muy previsible consecuencia de las prisas y confianzas exageradas que el Poder comparte con las multitudes, aquel por obvia exigencia de su oportunista estrategia tranquilizadora, y éstas, por su proverbial inconsciencia. Lo acabamos de comprobar en nuestros “festivales de primavera”, vividos con una ansiedad que recuerda las desmesuras milenaristas a las que se debieron las mayores catástrofes poblacionales sufridas por la especie humana. Siete olas deberían ser suficientes para que el personal se pliegue a la exigencia pandémica y la autoridad asuma su inexcusable responsabilidad.