Entra el viajero en Weimar como quien pone un pie en el cielo y el otro en el infierno. Un cielo esmerado, de planta ilustrada, calles impecables y anchas alamedas por los que seguir las huellas latentes de tanto genio. Las de Goethe, para empezar, bibliotecario y jardinero y juez del Príncipe, sabio ilimitado, vibrando tenuemente en su bien conservada casa y en su taberna predilecta. Las de su amigo Schiller presente en aquella otra suya en cuya construcción el poeta dijo haber gastado hasta la calderilla. Las de la inasible Carlota con la que el padre de Fausto veía atardecer más allá del parque, sentados bajo el mítico roble que aún resiste en el monte Ettersberg, cerca de lo que luego sería el infierno de Buchenwald… Bajo los gingkos que Goethe hizo importar de Japón discurrieron Niestzche y Herder, fantaseó Schopenhauer, como tiempo atrás, aún en la ciudad antigua, había cruzado Lutero rumiando teologías y rezongando de su señora. El Ilm discurre indiferente ante tanta Historia, olvidando en su linfa grandezas y miserias, la rara humillación del maestro ante Napoleón y el zar Alejandro en la vecina Erfurt, el hedor de las chimeneas del campo de exterminio –“Arbei macht frei”, el trabajo hace libres—en el que ahora va diciendo por ahí ese anciano hiperactivo que es Stéphane Hessel, el “indignado”, que Jorge Semprún ejercía de “capo” nada menos. Grandeza y miseria. En la casa de Listz, el adolescente al que Beethoven besó en la frente emocionado al escucharle, han abierto de par en par esa memoria para celebrar su bicentenario, ofreciendo de paso la visita a Eisenach, la cuna de Bach que inspiraría a Wagner su Tannhäuser. Es difícil reunir tanta huella insigne, tanta ilustre presencia, y hallarla intacta, cuidada como oro en paño a pesar de los pesares, de los principados, de la República, de los nazis y de los profetas de la Bauhaus. Paz en la guerra, Turingia es un museo de la memoria, celeste y tétrica, ardiente y apacible, como la misma vida.
Lo que ese viajero deslumbrado encuentra en Weimar es la historia entera de Europa, sus desconcertantes claroscuros, el invisible bramante que enhebra el pálpito ilustrado con la energía romántica, el paso atropellado del progreso mental desde el feudalismo a las modernidades, nobles o míseras, humana o feroces, sobre las que se fue edificando con el tiempo el inmenso baluarte de la sabiduría. Liszt, que había vivido a la sombra de la Gran Duquesa, moriría en esta casa hoy abierta al público por encima de dos siglos tremendos. Y a cuatro leguas de Buchenwald, desde donde, en los días de viento contrario, llegaba demoniaco el hedor de las chimeneas. No hay quien haga carrera de Mefistófeles. Listz debió de saberlo lo mismo que Goethe.
¡Qué cosa más hermosa, don José António! Qué gusto leerle! No sé si alguno se hará la misma reflexión pero parece que según van pasando los años y aún los siglos, la barbarie aumenta con creces……
Besos a todos.
Emocionante y culta evocación de esa ciudad principesca y literaria sorprendida en una instantánea estupenda. Quienes la connozcan podrán dirsfrutar de la columna, quienes aún no hayan estado en ella, creo que se animarán y que tienen con la lectura de hoy umn camino sentimental abierto. Estas cosas son las que se deben escribir en nuestra decaída literatura periodística. Yo al menos las agradezco en el alma.
Bello artículo. Lamento no tener el tiempo que quisiera para expresar mi sentimiento al leerlo.