El Tribunal Europeo de Derechos del Hombre no quiere cadenas perpetuas. No las quiere porque considera que privar a una persona de por vida de la esperanza de libertad supone, cualquiera que sea el crimen cometido, un castigo inhumano o degradante en el sentido en que lo establece la Convención Europea de esos derechos en uno de sus artículos. Y lo dice dirigiéndose a un país como Gran Bretaña que mantiene en estos momentos a cuarenta y tres condenados a perpetuidad, porque considera que la abolición de la pena de muerte decidida en 1965 convirtió al Estado, como contrapartida, en el guardián del interés público y, en consecuencia, en la única instancia habilitada para decidir sobre la duración de las condenas. Leo en el Daily Telegraph que esta contrapartida se legitima en el pacto tácito entre los electores y los elegidos que la abolición supuso y también que, por eso mismo, Gran Bretaña podría plantearse abandonar la citada Convención para preservar en su integridad el sistema legal propio, una medida grave, sin duda, pero que puede entenderse desde la perspectiva de quienes ven en el intervencionismo europeo una práctica invasora que amenaza irreparablemente la peculiaridad identitaria de los diferentes países. La verdad es que esta Europa de nuestros pecados o se pasa o no llega cada vez que se aventura para arreglarnos la vida.
Es posible que estos debates sobre las penas resulten hoy atrapados entre los engranajes de una honda crisis de la conciencia penal que afecta no sólo a los expertos sino también a los legos. Hay acuerdo en que la pena debe ser reformadora y no vengativa, se acepta en general que, más que un simple castigo, la pena debe ir encaminada a la reinserción, indiscutible principio que choca, sin embargo, con la realidad de la contumacia. ¿Por qué liberar a un reo no arrepentido, cómo comprobar ese arrepentimiento que la estadística de reincidentes cuestiona tan a fondo, es que la aritmética penitenciaria permite garantizar la reforma del penado? No descarten que Gran Bretaña cumpla esa tentación y se retire de un acuerdo civilizado que, por cierto, convive tan a gusto con las grandes potencias que mantienen la pena de muerte, pero tampoco duden de que ello supondría un lamentable retroceso en nuestra moral cambiante. Dudo de que encontremos una fórmula penal mejor que la que supone la cadena perpetua revisable en un mundo en el que la atrocidad nos acecha cada mañana al leer el periódico.
Cierto que la última frase de JA es lo más equitativo y humano a mi juicio, pobre lego.
Europa, la vieja meretriz que se empeña en predicar una castidad ejemplar, sustituye con sus buenismos pseudohumanitarios la avilantez con que deifica por otra parte al becerro de oro.
Puede sonar feo, pero pienso que en cada delito existen dos aspectos: uno es la deuda contraída con la sociedad que el reo debe pagar. En pecunio, pongo por caso, o libertad; otro es que la sociedad intente en ese tiempo educar o re-educar al convicto para que se reintegre en ella, cumplido el pago, con el propósito de no recaer.
Pero el ejemplo que aquí conocemos, los criminales que tanto mataron e hicieron sufrir, y a los que se echa fuera del talego por la simple aplicación de los beneficios de tiempo, cuando no por falsos méritos, es como mínimo una ofensa, una dura bofetada a los ciudadanos honestos y cumplidores que se vieron agraviados y adoloridos para siempre –ojo, con esta palabreja, siempre— por el delincuente.
Cómo era aquello… ah, sí, dura lex, sed lex.