He agotado el veraneo en la playa hasta bien entrado octubre, uno más entre la “resiliente” muchedumbre que lo ha estirado esquivando mal que bien los anuncios de danas, gotas frías y nubes convectivas prodigados por los meteorólogos, por no hablar de la alarma inconsciente que anunciaba la eventualidad del tsunami en nuestras costas occidentales. No recuerdo un veraneo tan empeñado y fervoroso ni una parroquia tan pródiga decidida a pulirse lo ahorrado en la hucha durante la pandemia, ni otro verano con tantas colas aguardando turno en la puerta del restaurante, indiferente a las canículas que no han faltado. Tengo amigos, sin embargo, que han preferido el crucero mediterráneo del que han vuelto con un par de kilos más y confesando haber desembarcado raramente en las escalas programadas. Realmente, Roma en verano es una sartén, ¿o no?
Estaremos arruinados, no digo que no, pero la gente no ha parado en casa, como empeñada en certificar la intuición antropológica (lean a J. Luc Coatalem) de que el simio mejorado es ante todo un viajero. Cierto que el viaje fue en un principio colectivo (no había viajes en la antigüedad sino forzadas migraciones), pero la civilización abrió esa mentalidad que aspira siempre a alejarse lo más rápidamente posible del prójimo colectivo, impulsado por una suerte de rebeldía temporal que no deja de sugerir cierta nostalgia adánica. Piensen en Heródoto, en Jasón, en Elcano mismo, ahora que está de pasajera moda: la diferencia es que estos iban en busca de algo mientras que hoy el turista viaja por viajar, en plan Judío Errante. Mis amigos me han confesado que en su crucero –siempre con la pulserita en la muñeca— lo que había que hacer, más allá de las “actividades” programadas, era comer, comer a dos carrillos en el bufé transatlántico. Y ahora creo que andan a régimen: en el pecado llevaban la penitencia.
Claro que hoy también hay y sobran viajes masivos, éxodos a uña de caballo o en vilo de las tormentas, tan distintos de eso que los románticos ricos entendían por “viaje egoísta”. Este verano, mientras nosotros contemplábamos los prodigiosos ocasos turnerianos, una desdichada muchedumbre salía por pies de Rusia o de Ucrania hollando sin saberlo un planisferio de fosas comunes o boqueaban indefensos viendo alejarse sin remedio su patera naufragada. ¡Para que venga la antropología con la mandanga del viaje como gesto antisocial, como reflejo defensivo del individuo prófugo de la convivencia, refractario de los tabúes colectivos! Los sabios han llegado a predecir que de tanto ajetreo y tanta experiencia puede que surja un “nuevo orden”. No quiero ni pensarlo aunque sólo sea porque cada vez que ese concepto se ha abierto camino traía a la cola un Mussolini.