El discurso de Navidad ha dejado tras de sí una opinión dividida. La de un bando que respeta el difícil equilibrio del Rey, funámbulo al que, con insolencia inaudita, le mueven la cuerda; frente a la de otro que parece ser que esperaba, encima, que el monarca se abismara en un triple salto mortal. Estoy con quienes piensan que sería preciso reformar la Constitución (en tiempo y forma, se entiende) pero no para hacer añicos el viejo consenso sino para dignificar siquiera los aspectos más urgentes y, antes que nada, el papel efectivo de ese Jefe del Estado al que acosan impunemente desde el propio (des)Gobierno, no sea que acabemos duplicando la aventura de don Amadeo, aquel soberano importado que hubo de jurar de pie ante un Ruiz Zorrilla sentado. Casi como el don Juan Carlos al que el último gerifalte franquista le montó en nuestras Cortes su particular Santa Gadea.
Es verdad que en España no contamos hoy, como contó en Inglaterra Jorge V, nada menos que con un Rudyard Kipling para redactarle al Rey sus mensajes, pero hay una distancia insufrible desde esa cumbre insigne una Carmen Calvo autorizando las palabras del Jefe del Estado, imagen que, por el momento, es la que mejor reproduce la de la España que Amadeo veía como una “gabbia di pazzi”, como una jaula de locos. Nadie en sus cabales podrá discutir la imprescindible regulación de los actos reales en una democracia parlamentaria, pero también es obvio que ese prudente control gubernamental del Jefe del Estado no puede convertir a éste en un títere. El profesor Antonio Elorza ha razonado estos días que es preciso que Felipe VI “actúe, según la fórmula presente en las Cortes de Cádiz, como primer magistrado de la nación” y no como una suerte de funcionario sujeto incondicionalmente al arbitrio político. El Rey no puede funcionar como una marioneta en manos de cualquiera. El poder moderador que las Constitución le adjudica no se compadece con la reducción de ese grave simbolismo institucional que es la Corona a una simple farsa, como ya ocurriera con aquel Rey importado del que Romanones decía que era, en realidad, más “un huésped que un Señor”.
No, al menos mientras ese costoso órgano de “agitprop” que es el CIS mantenga que sólo un 0’1 por ciento de los españoles cuestionan hoy por hoy la monarquía, ni en tanto que la totalidad de nuestros dirigentes políticos no alcancen ni el aprobado de la opinión pública. No es preciso ser monárquico para sentir que el perfil del Jefe del Estado no debe ser tan bajo como para permitir que, como sucedió con el saboyano, todo un venerable un Pí y Margall pudiera tenerle lástima (sic) y un trapazas como Romero Robledo lo considerara un idiota. ¡Calvo visando las palabras del Rey! ¿Y quién la visa a ella?