Elijo ese título de una de las obras de Tierno Galván para introducir al ambiente que rodeó al personaje. Aún recuerdo sus vehementes instrucciones a los miembros del seminario que impartía generosamente en su domicilio –calle de Ferraz, casi esquina a la de Lisboa— para que no entráramos en grupo sino separados, además de evitar por todos los medios el Bar Bakuko, instalado en su planta baja y regentado, según él, por un miembro de “la Social”. Don Enrique era un hombre autoritario en el fondo y siempre cortés, que vivía con su esposa –doña Encarnita—y soportaba los ladridos incómodos de un gozque faldero al que, con su implacable ironía, recuerdo que llamaba “Toynbee”… En su despacho nos juntábamos –el agua y el aceite, en más de un caso—,Mario Gaviria, Agustín Maravall, Juan Antonio Matesanz, Ángel de Lucas, Amando de Miguel y yo mismo, para asistir a una suerte de ejercicio mayéutico sobre el concepto de “dialéctica”, aunque él siempre iniciara la sesión –como me recuerda Amando— con aquel amable “¿De qué quieren ustedes que les hable hoy?” que tan bien lo retrataba.
Tierno era un sabio incisivo cuya obra trasluce un saber enciclopédico, y cuya abducción por el PSOE probó el anacronismo de una socialdemocracia no poco pequeño-burguesa que el tiempo no admitía ya. Se equivocó a veces –como en su “Costa, prefacista”, luego triturado por Alfonso Ortí, o su idea de la literatura picaresca aplastada por el estudio de Maravall—, pero escribió libros deliciosos como “Desde la trivialización al espectáculo” o el que da título a esta breve reseña, por no hablar de mi preferido, que es el centrado en la figura de Baboeuf. “¿Cuál es su posición religiosa, don Enrique?”, le preguntábamos. Y don Enrique, que ya había publicado “Yo no soy ateo” y “Qué es ser agnóstico?”, contestaba, velando su mirada tras el cristal miópìco: “Pues mire usted, joven, yo me considero prudentemente agnóstico…”.
Él nos descubrió raros recovecos de la Ilustración ofreciéndonos la lectura de La Mettrie o la del barón D’Holbach, nos descubrió un impensable perfil de Diderot y nos hablaba con respeto de Gracián, sin dejar de provocarnos con un aparente relativismo – –“¿Está o no está aquí esta mesa, don Enrique?”. –“Hombre, como hipótesis de trabajo…, pues sí…”— que buscaba incentivar nuestra imaginación. Nunca he olvidado los ladridos de “Toynbee ni cómo, al salir, mirábamos de reojo al bar de abajo, quizá despreocupados, pero por si acaso.