La experiencia de los españoles en esta rara aventura que es la democracia permite ya el sobreentendido de que la integridad de su ejercicio desborda con cierta frecuencia el dogal normativo. La legalidad viene a ser, si acaso, un “desiderátum”, una aspiración de la conciencia que se balancea entre el rigor y la oportunidad, zarandeado por la brusca exigencia de la realidad. No era legal responder al terrorismo con el terror y, sin embargo, vimos en su día cómo se eludió esa evidencia; no lo era el trampantojo rapaz de las corrupciones y ya ven lo que pasó. Pero la indignidad relativa que esas ocurrencias acarrearon a sus responsables no fue nunca equiparable a la infamia ruin en la que estamos viendo hoy sumergida la política del Gobierno legítimo. Es cierto que más de una vez el Poder ajustó tratos vidriosos bajo la mesa para conseguir sus objetivos, pero también lo es que nunca se arrastró tanto como lo estamos viendo arrastrarse en esta legislatura. La imagen de Sánchez rindiendo pleitesía a un Torras declarado delincuente por la Justicia no podía hacernos suponer todavía que el tunante sería capaz de proclamar algo tan grave y lesivo como la idea de que “la ley no es suficiente”, es decir, que la aplicación de la Justicia puede y debe hacerse ajustando la norma a las exigencias de la demanda: la Constitución no dejará de ser un referente pero la adecuación de su letra al caso concreto quedaría en manos del político. Nunca el relativismo voló tan alto, ni la legitimidad se arrastró tanto.
Más allá de esa temeraria promesa, la visita del Gobierno a Barcelona nos ha deparado la sorpresa del acuerdo alcanzado entre Sánchez y Colau (Dios los cría…, ya saben) de recuperar la ocurrencia de Zapatero –hoy propugnada de nuevo por el PSC– de la “co-capitalidad” de Barcelona, esa aspiración cazurra del localismo “indepe” que no tiene parangón en ninguna democracia homologable.
Lo probable es que, cuando pase la actual pesadilla, nos volvamos hacia ella con un estupor no exento de irritación y vergüenza, viendo en el montaje sanchista la exhibición maquiavélica del aventurero más granuja y desaprensivo que registran nuestros anales. Romero Robledo o Romanones bien podían entreverse como tahúres, cierto. Sánchez, todo lo más, perfila la imagen de Rinconete, el trilero auxiliado por sus ganchos y bellacos gestionando la almoneda nacional. Y España, tristemente, la del guiri indefenso atento a la mano ruin que hace volar los cubiletes ante la ceguera cómplice del guindilla y del sabueso.