La despedida a Fernando Morán, como quizá no hubiera podido ser de otra manera, se ha sustanciado en un torbellino de evocaciones obituarias centradas en la miserable campaña política de los famosos chascarrillos a él atribuidos. No es raro, digo, porque su caso no es sino una manifestación más de esa ocurrencia tan española que consiste en desdoblar al gran hombre en la contrafigura de su personaje real. ¿Quién no recuerda el retruco de prestigiar un chiste con su atribución nada menos que a Quevedo o al Bizco Pardal hoy venturosamente desvanecido en la sociedad de la imagen? Pues en los años 80 el desdoblado fue uno de los hombres más serios que he tenido el privilegio de conocer, Fernando Morán, el hombre culto que hizo de su profesión diplomática un largo y constante ejercicio de inteligente servicio a su país. Fernando creía –a mí mismo me lo propuso durante una cena en el Alfonso XIII sevillano— que el aluvión de aquella chatarra humorística podría ser cosa de la Derecha, consciente como era de que hay pocos instrumentos de trivialización tan eficaces como el ridículo administrado por vía humorística. Surgió así un Morán ceporro, como caído del guindo, memo de solemnidad, que se prestaba impía pero vigorosamente, a la trivialización de un personaje que, en la realidad, fue siempre su patente envés.
Nada tan eficaz como la risa para degradar la imagen pública, y la sátira española ofrece un repertorio insuperable de operaciones políticas dirigidas a destruir grandes prestigios cuando no resultaba fácil perjudicarlos por la vía de una recta crítica. Y esa fue la razón de aquella vasta campaña ideada y sostenida, muy probablemente, desde la íntima cercanía del personaje, por una rivalidad partidista incómoda con actitudes tan graves como su conocida proclividad a una orientación pro-arabista de la política exterior o su reticencia, nunca del todo ocultada, al ingreso en la OTAN. No me tiren de la lengua, pero sería injusto que callara mi experiencia de que no hubo altavoz de mayor alcance que el que su propio partido instaló en la tertulia nacional. Morán molestaba por su perfil serio, independiente –no olvidemos que quienes, como él, procedían del PSI tiernista nunca fueron aceptados sin reparo en el nuevo PSOE— y quizá también por un talante que, al menos fuera de la intimidad, administraba al mínimo su empatía. Por eso lo intentaron triturar los mismos que acabarían prescindiendo de él y que, aunque no lograran por completo su propósito, sí que consiguieron difundir entre muchos españoles un vago pergeño ridículo al que la mayoría ni siquiera lograba ponerle cara. Y de paso le evitaron el sofocón de asistir a la degradación progresiva de un partido al que él, a pesar de todo, había ofrecido sin condiciones su envidiada estatura moral e intelectual.