Está dando mucho que hablar el escándalo descubierto por ‘Save the Children’ y ‘Cáritas’ en torno al negocio de la “cantera” futbolística africana. La sombra de los Eto’o, Kanouté, Drogba o Kalou, los nuevos ídolos del continente, proyecta sobre esas sociedades míseras la ilusión del éxito, ese cuento de la lechera que deslumbra más, como es lógico, en medio de la indigencia. En diversos países del continente se multiplican las “escuelas de fútbol” –sólo en la capital de Ghana hay quinientas ilegales y consta que 750.000 aspirantes han competido alguna vez por una veintena de plazas–, meras intermediarias entre los “ojeadores” europeos y una familias que se endeudan hasta las cejas con la esperanza de que el niño triunfe sobre el césped. Se ata a los que destacan con contratos leoninos para después trasladarlos ilegalmente a Europa, con el resultado lógico de que la inmensa mayoría acaba abandonado en las grandes ciudades, viviendo de la sopa boba de la beneficencia o de la podre de la prostitución, humillados frente a las familias que lo arriesgaron todo por ellos y presos definitivamente en la impotencia. Las ONGs luchan contra estos trajines pero no resulta fácil ni controlar esa corriente ni mucho menos acercarse a los intríngulis de los montajes mafiosos que sostienen un negocio al que el sueño del triunfo les regala la publicidad, y la falta de escrúpulos de clubs y organismos competentes les pone en bandeja el resto. El brillo del éxito de unos pocos esconde esta realidad lacerante de miles de neófitos condenados, en el mejor de los casos, a pudrirse en la “banlieue” mientras se juegan su suerte los especuladores ante la indiferencia de la autoridad. Todo indica que Occidente, este ‘paraíso’ imaginario, ha decidido dejar de la mano de Dios a esa muchedumbre silenciosa cuya vida le disputan al SIDA el hambre y la sed. La cumbre del G8 que acaba de terminar con el célebre festín no deja dudas al respecto.
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El comercio de niños es, probablemente, la mayor aberración de esta era. Lo mismo da si es en África donde las multinacionales los emplean como esclavos, que si el trabajo forzado se hace en China o, no se lo pierdan, en algún que otro punto de nuestro propio país. Un libro reciente del que reproducen varios capítulos los periódicos italianos, “”El fabricante de sueños”, de Andrew Crofts, acaba de ocuparse de lo que sucede en India con el trabajo esclavo de los menores entregados por sus propios padres a industriales usureros para saldar las deudas familiares contraídas con cualquier motivo. Y cuenta la historia de Iqbal Masih, un esclavo desde los cuatro añitos, que fue pasando de mano en mano, explotado y sometido a sevicias inconcebibles, hasta que, tras fugarse y confiar su tragedia a una organización humanitaria, fue asesinado por la mafia paquistaní nada más cumplir los doce. No les aconsejo que lean este memorial conmovedor, pero sí que reparen en una realidad que afecta a miles y miles de menores, contando desde los que trabajan como mineros en estrechas galerías hasta los que son “expuestos” a la voracidad pedófila en muchos puntos recomendados por según qué agencias de viaje. Hay comités y chiringuitos del niño desde la ONU al penúltimo ayuntamiento de nuestro mundo rico, pero nadie interfiere con decisión en ese ámbito delincuente, perfectamente localizado, por supuesto, en que se está perpetrando uno de los mayores atropellos de la historia de la Humanidad. En este periódico hemos denunciado el trabajo ilegal de menores en Andalucía y los munícipes concernidos contestaron que sí, que ya estaban en ello, aunque, claro está, que estas cosas necesitan su tiempo para corregirse. Ya les digo que no es imprescindible que lean estas páginas estremecedoras, pero calculen, al menos, cómo irán las cosas en Accra o en Nairobi si aquí mismo ocurre lo que ocurre.