Hace tiempo que en Europa prospera el antisemitismo en general. El último en denunciarlo sin palabras ha sido Laurent Joffrin que utiliza las conmovedoras tragedias de Lampedusa para ponernos en guardia sobre la xenofobia en general y el miedo a la inmigración semita en particular, pero en Suecia hace algún tiempo que sigo la polémica provocada por la demanda del defensor del niño de que se prohíba la circuncisión de las criaturitas al menos, como acaba de establecer el Consejo de Europa, hasta que los circuncidables tengan una edad que les permita decidir, entendiendo que hacerlo antes supone una “violación de la integridad física” del menor. Viejo tema, que nos transporta a la porfía en la Iglesia naciente –entre Jerusalem y Antioquía, como diría Rius Camps—o a la negra memoria de los “pogromos”. En la perspectiva teológica, el asunto es claro, y Pablo el apóstol no deja ni rastro de duda sobre su significado, a pesar de lo que el Deuteronomio o Jeremías hablen la “circuncisión del corazón” y de las precisiones rituales establecidas en el Levítico. Marcel Griaule contaba, más o menos, que bambaras y dogones creían que el recién nacido trae al mundo dos almas con dos sexos, razón por la cual es preciso extirpar, en los que tienen apariencia de varón, ese elemento que representa para ellos la materialización del alma femenina, y algunos simbolistas, entienden que la amputación del prepucio supone una suerte de segundo nacimiento y, definitiva, ese “rito de paso” que tantas culturas primitivas han practicado y conservan todavía. El prepucio estuvo siempre unido a un intenso simbolismo, que hoy parece que es bastante anterior al mandato de Abraham y la pacto entre Dios y su pueblo elegido. No tienen más que recordar la discreción con que, no hace tanto tiempo, la jerarquía hubo de proceder para que cierto templo italiano renunciara a dar culto nada menos que al prepucio del Niño Jesús.
Las broncas actuales ya no son de índole mítica, ni siquiera ritual, sino que se fundan en criterios estrictamente sanitarios y en una indudable preocupación ideológica surgida frente al fenómeno de la inmigración masiva, ahora predominantemente islámica, pero en cualquier caso asociado a la identidad semita en su conjunto. No ha tardado Israel en protestar a ese Consejo de Europa por entender que su resolución favorece “el odio y las tendencias racistas”. Joffrin lleva razón cuando nos pone en guardia contra el poder del prejuicio.