Uno no recuerda mejor caso demostrativo de que las necesidades se crean que la difusión fulmínea de la telefonía móvil. En los días anublados del desarrollismo franquista el número de teléfonos por habitantes (eso de ‘ratio’ no se estilaba todavía, al menos en el uso común) constituía el mejor indicador de progreso y prosperidad que podía caer en manos de un ministro de la dictadura a la hora de enfatizar nuestro desarrollo. Costaba Dios y ayuda que el monopolio telefónico concediera un número con su terminal de bakelita y, de hecho, el teléfono disponible llegó a funcionar como un factor de integración interfamiliar –al menos en la escalera y, especialmente, en el descansillo– convertido en el “don” maussiano que probaba la buena vecindad como entre los esquimales la hospitalidad se prueba tradicionalmente mediante el préstamo de la esposa al huésped. Hoy todo ha cambiado. Una de las noticias de la semana anterior ha sido el dato de que en España hay actualmente más teléfonos móviles que habitantes, un dato que, desde luego, nadie va a poner en duda con sólo observar por la calle el ubicuo diálogo de los viandantes o reparar en la propia dependencia de ése que ha dado en considerarse el electrodoméstico de mayor peso en nuestra vidas. En muy poco tiempo hemos alcanzado un nivel de intercomunicación antes impensable, con independencia de que cada día abunden más las críticas al abuso de una conversa universal que, no sin razón, los expertos consideran artificiosa e innecesaria. Por supuesto que la distribución de ese avance entre la población no deja de ser irregular y, en el fondo, clasista, como casi todo en la vida, pero de lo que no cabe duda es de que el hallazgo de la comunicación generalizada e instantánea no tendría ya vuelta atrás. Costó casi un siglo meter el teléfono fijo en nuestras vidas; para universalizar el móvil han bastado unos pocos años.
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Esa nueva realidad cuenta ya incluso con sus inquietantes leyendas propias lo que, sin duda, acredita su arraigo cultural. Parece que ha habido países africanos en que la difusión de mensajes maliciosos provocaron el pánico de los usuarios con amenazas de misteriosas muertes hasta el punto de obligar a las operadoras a salir al paso del infundio con enérgicas campañas de publicidad contra la superstición potenciada por el medio. O que en países más avanzados funcionan sofisticados sistemas sacaperras que acechan al usuario tras cebos irresistibles y hasta en un coloquio reciente, en el que intervenía Sartori, alguien llegó a postular que el contacto fácil y continuo que permite este artilugio universal ha afectado muy probablemente a los usos amorosos, facilitando el contacto y ritualizando el cortejo. Sin olvidar el uso eventual del celular como bomba accionable a distancia, que ya costó la vida a un conspicuo terrorista islámico, o como activador de explosivos a distancia, de lo que en España tenemos triste experiencia no exenta de enigmáticas sombras, una función que ha logrado despojar al telefonillo de su inicial apariencia inofensiva. Dicen incluso que es probable duplicar la cifra de aparatos en un futuro próximo, lo que tal vez indicaría que el ingenio ha alcanzado ese confortable estatuto industrial reservado hasta ahora en la historia humana a muy pocos bienes. Lo que está claro es que su contribución a la banalidad es inmensa y que su ortografía propia está pulverizando lo que quedaba de esa disciplina tras la implacable erosión de nuestra legislación educativa. Kas por cus, equis por chés, fulminantes abreviaturas de vocales huidas en las que el breve acrónimo ‘tq’ incluye toda una declaración amorosa y ‘abe’ transforma en quimera ortográfica la expresión ‘a ver’. Cuesta imaginar a dónde va una civilización que impone disponer de varias teles, varios ordenatas y varios telefonillos por término medio mientras una legión de individuos se debate, con pocas o ninguna esperanza, en la pobreza cuando no en la miseria.