Leo estos días en el curioso artículo de un joven crítico de esa cohorte generacional que nos viene pisando los talones, un severo comentario sobre los riesgos que implica el hábito de la lectura intensa, en el que dice él entrever “mucho de postureo (juré que nunca escribiría ese palabro, pero ya ven), de afán de estar al día y, lo que es más peligroso al final, de embrutecimiento”. Parece que lo escribe alarmado por ciertos datos editoriales que ponen de relieve el fracaso de las publicaciones –¡70.000 anuales en España!—y las duquitas negras que padecen los resignados editores.
En fin, se trata del viejo y recurrente tema que asoma ya en la cola del Ecleciastés cuando el sabio previene frente a la multitud de libros y avisa previsoramente de que “mucho estudio fatiga el cuerpo”. Tiene mala fama la lectura, no hay que darle vueltas. “Vano empeño escribir vastos libros”, escribía, en efecto –muy a la manera de nuestros barrocos, por cierto– aquel lector lúcido e insaciable que fue Borges, y no intentaré siquiera recordar el manoseado engendro ensayístico que dio de sí la regia ocurrencia cervantina de atribuir, con la anuencia del cura y el barbero, la sublime locura de Alonso Quijano a su desmandada lectomanía : “se enfrascó tanto a la lectura que…del poco dormir y el mucho leer se le secó el celebro (sic)”. Viene a ser esta animosidad, no me cabe duda, un ejercicio de autodefensa común en una sociedad (y la nuestra no es una excepción, desde luego) resistente al esfuerzo que, quieras que no, exige la lectura, aunque, eso sí, la cosa resulte paradójica en un ámbito en el que se editan tantos miles de libros cada año. He perdido la cuenta de cuántos visitantes me han espetado ante mi biblioteca: “¡Pero usted no se habrá leído todos esos libros, no me joda!”. Y ni que decir tiene que a todos les he contestado que no, que no los jodo.
Claro que los lectores maniáticos no estamos solos en este mal negocio. Yo me arrimo siempre a Chesterton que, a pesar de que alguna vez dijo que “la locura está al acecho en las bibliotecas”, aclaró también que los desarreglos mentales que ella acarrea “no se deben tanto a los libros como a una indiferencia hacia la vida y hacia el sentimiento que registran los libros”. Eso sí, de quien no quiero saber nada es de esos lacanianos que se entretienen preguntándose si la clave para entender a Joyce estaría en su posible locura o disfrutan abriendo en canal a un pobre neorópata confeso como el pobre Schreber. ¿Les pregunto yo a ellos si leen o dejan de leer? Uno procura mantenerse en los límites de la cordura y convive colgado de los libros –sí, es verdad, algo “indiferente hacia la vida”, ¿y qué?—no menos cuerdo, supongo, que la legión que no lee. Después de todo, el mismo Chesterton creía ver en la biblioteca del British Museum nada menos que un “sanatorio mental”. Yo en la mía, una insignificante migaja al lado de aquel templo, voy tirando como puedo administrando cicateramente mi diazepán.