Unos amigos de la tele me proponen un reportaje de mi biblioteca, ese caos casi perfecto organizado durante toda una vida, que es como un órgano externo de nuestro cuerpo, rebelde y exigente. Les pido una tregua para ordenar (¿!) mínimamente, justo cuando me llega de un gran empresario amigo una colección de imágenes de las más bellas bibliotecas del mundo, los sublimes cementerios renacentistas, barrocos o neoclásicos de la Nacional Francesa, de la Española, de la Checoeslovaca (ahora checa a secas), de la parisina de Sainte Geneviève, de la del British Museum a la que peregrinábamos (como a la tumba de Highgate, en Hampstead, en busca de la sombra de Marx), de la montaniana de El Escorial, de la del Senado de Madrid, en la que (Amando de Miguel acaba de recordarlo) acudíamos sedientos de saber los “papirómanos” de antes. Hay quien, como Mahoma, imagina el cielo como un harén en un oasis, y quien, como Borges, bajo el peso de una tradición cuatrimilenaria, lo fabula como una biblioteca en la que el mono loco ha aprendido a conservar el saber. Bossuet –de quien acaba de publicarse su curioso ensayo sobre los ángeles—veía en la biblioteca, como los egipcios, un tesoro de los remedios del alma en la medida en que la ignorancia era el mal supremo. Pero mucho me temo que este modelo de vida, a muy corto plazo, ya mismo, nos vede implacable el placer de poseer la propia al alcance de la mano. Tengo amigos, como Víctor Márquez, que se han desprendido de la suya reservándose exclusivamente unas decenas de libros amados, y otros, como Moreno Alonso o el viejo don José Vergara, que han vivido amancebados con la propia en pisos suplementarios mientras conservaban en casa a la pudiéramos considera la “legítima”. ¿Tienen ustedes una idea de los miles de libros que se publican diariamente sólo en España? Valéry pensaba que los enemigos del libro eran el fuego, la humedad, los animales, el tiempo y el propio contenido”. Me parece que se dejó el espacio en el tintero.
En esas misma memorias de Amando se le ve incómodo y poco propicio a la sustitución del viejo libro por el texto hertziano, todo lo contrario de Vicente Verdú, que apuesta con fuerzas por las tecnologías punta y, como algunos psicólogos, elogia hasta el videojuego. Por mi parte me dispongo a adecentar el panorama por si vienen los de las cámaras, aunque sin olvidar la reflexión borgiana de que ordenar una biblioteca es inevitablemente ejercer en silencio el arte de la crítica. El libro ha tenido siempre mala fama como captor del caletre. Empiezo a pensar en darle a esos pesimistas su parte de razón.
Despréndas de los que no vaya a leer, querido, que le conozco, y hay algo de bibliómano en usted aunque lo niegue. Quien lo fue a los 20 años,. ¿podrá no serlo a los…, a los que tengamos ahora?
Siempre fue un problema la ocnservación de libros. El jefe, que ha estudiado bien el entorno de Arias en El Escorial así como las bibliotexcas renacentistas y barrocas, lo sabe y lo expuso con rigor cuando ingresó en la Academia. Pero eso no debe llevarnos al derrotismo. Un libro es mejor tenerlo que vo tenerlo, sobre todo cuando hace falta. La mujer (o el hombre, oigan, no discrimnino) puede que se enfaden cuando el cónyuge entra en casa con la bolsa de nuevas adquyeisiones pero esos son reproches menores. Si lo sabré yo…
Lee y conducirás, no leas y será conducido: Teresa de Jesús. El problema de la acumulación no tiene remedio, imagino, y no sé a qué esperamos para organizar una gran operación de oferta de libros sobrantes a bibliotecas públicas. Ésas de las que habla la columna, maravillosas, más museos que bibliotecas y más obras de arte que museos, en realidad, son otra cosa. En casa los libros son un engorro a partir de cierto volumen y habría que pensar seriamente en ello.
Hay panolis que creen en que pronto no habrá más que libros digitales (hertzianos dice el jefe). Van arreglados. El hombre moderno, el único que conocemos en plenitud, es inseparable del libro físico como al antiguo lo fue de los anteriores soportes. A esos enemigos del libro que enumeraba Paul Valéry y jagm cita hay que añadir la mujer o el marido y no les digo nada, la suegra.
Solución: una buena pira con el pedantorro encima. Como último deseo se le concede una oda de Homero. ¡Gilipollas!
(Que le acompañen los lameculos diarios)
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