Una diputada extranjera acaba de proponer en su país la más imaginativa prótesis jurídica de la pareja humana discurrida al menos desde el neolítico. Consiste su iniciativa –me ha parecido pillar al vuelo– en limitar la duración del matrimonio a siete años de modo y manera que los cónyuges tengan oportunidad de renovarlo voluntariamente o declararlo obsoleto sin salirse de la ley ni tener que recurrir a ella, que suele ser peor todavía. Pocas cosas tan curiosas como esa mala vitola que rodea a la vieja institución en una sociedad que no sólo se agolpa a la puerta de parroquias y juzgados para conseguir una fecha nupcial sino que registra en estos momentos un auténtico boom de la coyunda legal en la que es preciso incluir, desde hace poco, por si algo faltaba, la estadística nada despreciable de casorios homosexuales. ¿Por qué tan mala prensa, de dónde le viene al matrimonio tanta rechifla si su suerte parece más que garantizada a pesar de la extraordinaria sangría que supone hoy por hoy el divorcio, normal o ‘exprés? Sobre pocas cosas se ha acuñado tanta filosofía parda y tanta burda retranca como sobre esa institución que parece sacar fuerzas de su propia flaqueza como empeñada en garantizar su viabilidad más allá del cuestionamiento constante a que la sometió siempre la dura competencia de la vida. La diputada imagina que limitar la duración a un plazo razonable –y el siete, una vez más, ejerce su irresistible sugestión simbólica– permitiría a ella y a él disponer con mayor libertad de su vida y, como consecuencia, reducir el recurso a la infidelidad que hasta hoy ha funcionado como el mejor antídoto de la desilusión. A D’Ors suele atribuirse apócrifamente el dicho de Dumas hijo de que el matrimonio es carga tan pesada (‘cruz’, dice la versión vetónica) que ha de llevarse entre tres, pero los acontecimientos se han encargado, en todo caso, de desmontar la presunción masculina de que, como pensaba nada menos que Taine, así como la mujer entra en la vida por el matrimonio, el hombre sale de ésta por esa misma puerta. La progresiva liberación de la mujer ha desmontado, en cualquier caso, el prejuicio de que la infidelidad es cosa de hombres y la diputada en cuestión cree adelantarse a los acontecimientos ofreciendo una fórmula flexible para ambas partes ante el fracaso de esa vigorosa institución.
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Ya veremos los resultados, pero de momento no tenemos otra que atenernos a la sindéresis y lo que ésta nos dice es que la novedad propuesta puede que amenace más que proteja a la cuitada fidelidad. Un casorio no es un empleo que pueda limitarse por mandatos, y no sólo porque, al menos durante los últimos diez mil años, la Humanidad no haya dado, a pesar de tanta queja, con una fórmula mejor de convivencia en libertad, sino porque durante ese periodo el derecho urdido en torno a la pareja humana viene dando por buena la sugestión marxista de que el matrimonio es una llave de la familia y ésta una “célula de reproducción social”, esto es, contando con el hecho estadísticamente aplastante de que la pareja inicial no se cierra en sí misma sino que se reproduce en una descendencia imprevisible. ¿Haría más libres y sinceros los casorios un contrato de caducidad tan expeditivo o, por el contrario, esa misma duración limitada terminaría por constituir un nuevo factor de inestabilidad frente al ideal romántico de la pareja perpetua? Desde luego no son los católicos quienes podrán lamentar la propuesta teniendo en cuenta que, para el Apóstol, el matrimonio no parecía –“más vale casarse que abrasarse”– más que una alternativa extrema. En el mismo lugar de Taine al que me he referido aparece un calendario desolador: un hombre y una mujer –decía al sabio– se estudian tres semanas, se aman tres meses, se pelean tres años y se toleran treinta. El pesimismo conyugal, ya saben. En pocos temas el hombre se ha peleado tanto consigo mismo.
¿Recuerda alguno de ustedes aquellas largas cintas papel con que funcionaba el telégrafo, con su idioma Morse perforando sus puntos y rayas? Tal vez no vieron nunca, yo sí, un teléfono rural al que había que dar vueltas con su manivela para que pudiera mantenerse la conversación.
¿Está delirando esta vieja escéptica con sus preguntitas? No. Simplemente les he puesto dos ejemplos no tan antiguos de la evolución de los medios de comunicación hasta llegar al frenesí de hoy. El Jefe trae a colación el tema de la pareja humana «…al menos durante los últimos diez mil años, la Humanidad no haya dado, a pesar de tanta queja, con una fórmula mejor de convivencia en libertad…» y me veo como obligada a discrepar pues no todas las civilizaciones comparten el modelo, vamos a llamarlo occidental.
Sabios visitan -hoy no, claro- este blog que saben infinitamente más que una de antropología por lo que no voy a, ni pretendo, dar lecciones a nadie. Pero en el globalizado acelerón que ha dado la humanidad en los últimos cincuenta años, treinta si me apuran, no es que el modelo se haya quedado obsoleto, aún no se ha convertido el conyugato- disculpen el palabro- en un objeto de usar y tirar, pero convendrán conmigo en que cada vez es más un contrato elemental entre dos partes, del que luego se puede derivar alguna prole, en el que llegado el momento una o las dos pueden rescindir.
A pesar de los cada vez más numerosos artificios que rodean a una boda -hay mucha pasta y mucho vivillo viviendo del negocio- me temo que cada vez más las parejas se forman haciendo oidos sordos al latiguillo de ‘hasta que la muerte os separe’.
El asunto personalmente no me da ni frío ni calor. Por la concurrencia de hoy a esta página, me parece Maestro, que hoy ha pinchado en hueso.
Yo creo, mi doña Scéptika, que ja se refiere a la pareja humana como modelo, de modo que, si es cierto que hay otros modelos (poligámicos, poliándricos o intermitentes, que los hay) ése es otro cantar. A leer he supuesto que habla de nuestra área cultural y en ella es verdad que hace 10.000 años, más o menos desde Jericó para acá, la organización social ha preferido el modelo dual, la pareja estable, como fórmula de reproducción y vida.
Frío sobre el frío ambiente, echa miss Scéptika, implacable como exige la fidelidad bien entendida. Pero estoy más de acuerdo con el insigne Herodóto y su perspectiva. Woody Allen redujo una vez la monogamia a los católicos y los palomos, como recordarán, pero eso es un chiste, como es una exigencia excesiva reprocharla a la columna de hoy hablar sobre el modelo que nos es más cercano y propio.
Pude ver a ja en Huelva, con motivo de su Charla con el profesor Serafín Fanjul, y enterarme de que nuestro amigo no anda bien, creo que a causa de alguna afección ocular. No le noté nada por más que me esforcé, pero es conocida la capacidad de este azacán y por eso me temo que el rumor sea cierto. Muy malo habrá de estar si interrumpe su tarea, desde luego. Y ya de paso les diré que el viernes, otra vez, el charkista hubo de aclarar de entrada que jagm le había «pisado» el tema en su admirable presentación. ¿Por qué nos las sustrae este hombre a sus amigos?
Me divierte tanto la ironía de gm como escuchar a esa monógama empedernida apostar por las uniones eventuales. Una vez dijo que no se había reproducido en su larga coyunda. ¿Será por eso?
No creo que se equivoque el columnista diciendo que en la experiencia humana general va ganando la fórmula de pareja simple y vitalicia. Reconcer eso es mucho más sensato que lanzarse a proponer, como esa política llamadora de atenciones, un matrimonio provisional y renovable.
(Se sobreentiende LÉPIDO en el anterior remite).
No creo que los actuales experimentos con la vuieja fórmula parental supongan progreso alguno. Apoyo la libertad sexual, la libre elección de estado y cónyuge, el divorcio exprés, cortado o con leche, pero todo indica que, a pesar de la coyuntura adversa que expresa la crisis matrimonial de este tiempo, el invento neolítico no era ninguna tontería.
Incluso si es cierto que de cada dos matrimonios nuevos se deshace uno, no veo objeción al fondo de la tesis de gm. Más razonable, en todo caso, que la propuesta comentada, de la que lo menos que puede decirse es que presupone una visión por completo banal de la opción de pareja, se quiera o no el gran instrumento histórico de la especie. Es como si quieren decir que los griegos se casaban muy serios con sus señoras pero se dedicaban a sus mancebos o que las uniones de clase (alta) fueron por tradición interesadas. Nada de eso cambia el hecho: que la pareja, el modelo dual del que se ha hablado, triunfó en la vida y no sólo entre los hombres, también en la mayoría de las especies. Woody Allen es muy gracioso pero demostró saber muy poca zoología cuando puso el ejemplo de los palomos.
Recibo con gran inquietud la noticia sobre el arrechucho del anfi que da Estuario. Pido a lo Alto que nos cuide a este hombre. No sobran tipos como él.
Polémica absurda. El éxito biológico de la pareja es indiscutible. Los modelos de otras culturas se han demostrado menos «eficientes» e igualmente conflictivos. En cuanto a los «experimentos», ya veremos, pero me cuentan que la convivencia entre homos es de lo más bronquista y de lo menos fiel.
A un servidor le ha gustaoid la columna por todos los conceptos, aunque acepto el comentario de doña Scéptika que me parece que no contradice el tema sino que lo contempla desde otro ángulo. Agradezco la aclaración de la anécdota de Dumas y la falsa atribución a D’Ors, que he escuchado muchas veces.
Me temo que voy de torpe además de vieja, pues creo que solo mi don Bártolo, besazo pues, ha captado mi idea que seguro no he expresado con claridad. No ‘abogo por’, sino que expreso lo que veo, que no es lo que considero mejor.
Besitos para el cónclave.
Me dice mi amigo Jose Antonio que efectivamente tiene un ligero desprendimiento de humor vítreo leve pero molesto que lo tiene en régimen de reposo.
Me pide que agradezca al Sr. Estuario y demás blogueros su interés.
Vaya, espero que don José Antonio mejore de todo corazón.
De acuerdo con el artículo y el conclave, doña Scéptika inclusive, muy graciosa ella como a su costumbre.
Hay que decir que estuvo muy de moda entre la gente de «gauche», el achacar al matrimonio todos los males de la tierre, casi al alimón con la iglesia. Sin embargo , no supieron encontrar algo que lo sustituyera verdaderamente.
De todas formas, hay tantos divorcios porque somos ricos: nos lo podemos permitir. El día que nos toque una buena recesión o que venga la cuarta guerra mundial , no creo que los pocos supervivientes divorcien. Sí, quizás por fuerza regresemos a la tribu.
Doña Sicard se deja caer con teorías de un realismo tan aplastante que, como ocurre con la de hoy, resulta propiamente marxista. No deja de ser estupendo porque cabe imaginarla como dama-tipo de la «classe moyenne» ilustrada que tan bien define al país vecino.