Hay muchos españoles que no salen de la estupefacción ante la crónica creciente de esa trama que habría estado robando bebés a sus padres biológicos para venderlos a otros desalmados además de adoptantes. Cuesta dar crédito a la historia de que, durante tres décadas, de los años 60 a los 80, aquí estuvo funcionando un auténtico mercado negro del niño gestionado por sanitarios o personas relacionadas, en el que no sólo se compraban y vendían los recién nacidos sino que se los exportaba de manera organizada. Cómo escapó semejante crimen a la sociedad es, para mí al menos, un enigma, por muy ajustadas que las piezas de aquella trama estuvieran, pero más me desconcierta aún el hecho mismo de esa “adopciones”, es decir, cómo entender que esos cientos de parejas frustradas en su paternidad fueran capaces de despojar con tan miserable procedimiento a los padres legítimos. Aparte de que para que funcionara una mafia semejante debió ser imprescindible que la “omertá” o silencio de los delincuentes funcionara a la perfección y hasta el punto de no levantar sospechas en las esferas hospitalarias dirigentes ni estallar a causa de alguna filtración, no sólo en el ámbito hospitalario sino en el amplio e incontrolable de la propia familia extensa y del medio social.
¿Puede entenderse que durante varios decenios y hasta medio siglo después, en algunos casos, no hayan aparecido indicios capaces de orientar a los damnificados? ¿Nunca advietieron las policías algún rastro razonable de un tráfico que no tenía más remedio que implicar a un colectivo significado de personas, nunca se levantó ninguna liebre en los medios judiciales a los que ahora acuden en tromba quienes se han descubierto perjudicados? ¿Nadie sospechó nada en los medios de beneficencia por fuerza relacionados en mayor o menor medida con ese tráfico infame? Nada de ello se explica sin un firme complot de silencio cuya vileza cuesta imaginar siquiera, aunque claro está que la pregunta mayor debe reservarse a esos padres ladrones cuyo egoísmo resulta sólo comparable a su paranoia y en los que el presunto instinto paternal encubría, obviamente, por más que se alegue la atenuante de la frustración, el más despreciable egoísmo. Ahí está el caso, en definitiva, con sus cientos de padres en busca de sus hijos arrebatados, y de hijos explicablemente obsesionados por aclarar su condición y recuperar a los padres de lo que fueron desposeídos. Y con sus centenares de criminales ocultos, sorprendidos tal vez por el súbito y tardío descubrimiento de una trama que no se explica, ciertamente, cómo pudo pasar desapercibida e impune en una sociedad como la nuestra.
¿Quién no conoce conductas irregulares, de abuso o claramente ilegales a su alrededor? El caso que propone el anfitrión es claramente excesivo, afectando de lleno la integridad moral de muchas personas, pero ahí están los Eres y las gúrteles, situaciones que no afloran al debate abierto hasta que por su degeneración y dimensiones se convierte en una fosa séptica imposible de soportar y de tapar.
Supongo que tiene que ver con nuestra cultura del lazarillo y las uvas, un contexto en el que el silencio (ingrediente básico del comportamiento pre-mafioso) es moneda de cambio que algún día pueda garantizar nuestra propia impunidad. También es síntioma de la desconfianza del ciudadano con respecto al funcionamiento de la justicia.
Sdos.
La filípica de ja ha sido coentada con gran tono por don Rafa. Pívaros somos, lo que ni quiere decir que estemos liberados de la obligación moral y ética de luchar hasta clausular su fuera posible el Patio de Monìpodio. Sin olvidar que «La garduña de Sevilla» no es más que uno de esos monumentos y que garduñas hay por toda España. En cuanto al asunto, penoso, además de incompresnible. No alcanzo a comprender cómo alguien compra un niño alegando la pasión paternal.
¿Que es Gurtel? Yo no he leído en estas columnas nada de Gurtel.
Para mí es misterioso el mito de la maternidad/paternidad, que vuelve a las personas capaces de acciones como las comentadas. Nunca había creído ne él hasta que me ha tocado vivir de cerca situaciones de frustración muy agudas y he comprendido que hay algo ahí debajo, no estrictamente «cultural», ni adquirido, sino genérico, que se impone por enicma de la razón. Que me expliquen si no cómo llegan a delincuentes hombres y mujeres hasta entonces normales.
También yo he vivido de cerca algunas de esas obsesiones, tan humanas, aunque quizá habría que decir, con mayor propiedad, «tan animales», y sé lo intensas que son para los que las padecen.
Veo que se insiste en el Casinillo en ver el tema, tremendo tema, desde la perspectiva de la pasión enfermiza por la paternidad que sienten algunas personas, y admito que, siendo ésa un enfoque posible, no hay que olvidar que los resultados que producen son auténticamente desastrosos: nada menos que arrebatar hijos a sus padres. Nada justifica ese filibusterismo qyue, además, hay que resaltar que es siempre mercenario. Por otra parte, me pregunto hace mucho por qué el Estado pone tantas dificultades a las adopciones legales, si hay tantas madres que quieren desahecrse de sus hijos por carecer de medios o por razón de sus situaciones. Entiendo la delicadeza del tema pero creo que habría que agilizar los trámites de adopción, con todas las garantías necesarias, para evitar en lo posible que se produzcan situaciones encanalladas como las que hoy se comentan aquí. Por lo demás, todo esto se refiere a los adoptantes, pero habría que hablar con la dureza lógica de los mercenarios que trapichean nada menos que con niños recién nacidos. Ignoro qué penas tiene ese tráfico pero estimo que deberían ser ejemplares.